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Indice de la fecha

Publicado en ¨Respublica¨

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La degradación a que han sido sometidas nuestras instituciones políticas nos ha hundido en un abismo económico, social y espiritual sin precedentes; pocas veces en la historia hemos estado tan agobiados.

Esta situación no nació de golpe, no es un fenómeno nuevo entre nosotros sino que ha ido socavando las bases de nuestra sociedad desde hace mucho tiempo hasta que hoy la desocupación, la pobreza, la catástrofe económica y la violencia social terminaron estallándonos en la cara.

Ignorar, entonces, las causas y las consecuencias de lo sucedido sería suicida. Por eso debemos llevar a cabo, sin demora, las reformas políticas que permitan no sólo superar esta grave emergencia sino sentar los cimientos para que no vuelva a ocurrir nunca más.

En momentos en que pareciera regir el "sálvese quien pueda" hablar de salvar la República parecería un objetivo demasiado distante.

Hoy estamos desesperadamente abocados a lo inmediato, a lo que va a pasar mañana, y hemos depositado toda nuestra esperanza en que las medidas financieras nos van a permitir superar la angustiante coyuntura que padecemos.

Salvar la República depende de la lucidez y de la firmeza con que actuemos para cambiar nuestra dirigencia política, erradicar las causas que la degradaron y consolidar instituciones que nos puedan garantizar, para siempre, que no volveremos al pasado.

Debemos salvar la República. El mal que nos aqueja es político; de allí se proyecta a todo el cuerpo social.

Resulta claro que sólo con una Reforma será posible que los Partidos Políticos se conviertan en los ejes del cambio y en "instituciones fundamentales del sistema democrático", formadores de dirigentes honestos, capaces y con genuina vocación de servicio.

Para no volver a perder el tren de la Historia debemos instrumentar una Reforma Política que, sin perjuicio de lo que dispone la legislación vigente, tenga los siguientes contenidos mínimos:....

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www.geocities.com/prensa_independiente/B-6may1_2002.htm

En vista de lo vertiginosa que está resultando esta "crisis terminal", que Duhalde sólo haya podido reclutar a mediocridades, es ominoso.

Han sido decepcionados los que esperaban que, aleccionado por los muchos errores cometidos en la primera fase de su gestión y por las consecuencias calamitosas de algunas decisiones que se han tomado, Eduardo Duhalde aprovecharía la renovación de su gabinete para dar más oxígeno a su gobierno desfalleciente que, ya es evidente, no resultará capaz de afrontar la crisis.

Tal vez Duhalde no se haya sentido preocupado por la pésima imagen de Barrionuevo, pero en opinión de muchos el gastronómico sigue siendo el símbolo viviente de la corrupción y del desparpajo que eran característicos del menemismo.

Es de por sí alarmante que, por motivos vinculados con la interna peronista y las ambiciones de quienes se creen presidenciables, en medio de una emergencia peligrosísima el país no haya podido contar con el mejor gobierno posible.

Significa que tal y como está constituida, la clase política nacional sencillamente no está en condiciones de ponerse a la altura de las circunstancias.

Lo que es peor aún, abundan las fracciones que actúan como si estuvieran convencidas de que es de su interés impedir que haya un gobierno auténtico que sea lo bastante fuerte como para emprender un programa de reformas estructurales: huelga decir que lo que en el contexto político tradicional podría tomarse por un alarde de astucia es, en el marco de la crisis, un síntoma más de la vocación suicida que según parece se ha apoderado del grueso de la clase gobernante nacional.

Desgraciadamente para los millones de ciudadanos que dependen por completo del estado del país en su conjunto, todo hace suponer que no habrá un gobierno adecuado hasta que por fin el largo melodrama político haya alcanzado su culminación, buena parte del elenco se haya visto obligada a abandonar el escenario y la haya reemplazado otro que sea, esperemos, un tanto más idóneo.

La razones de esta situación a un tiempo exasperante y absurda son sin duda muy complejas. Después de muchos años de hegemonía compartida, el radicalismo y el peronismo han creado un sistema casi cerrado que si bien ya ha arruinado al país, ha conservado su capacidad para perpetuarse, frustrando de este modo todos los intentos de frenar el deterioro que ya afecta a cada aspecto de la vida del país.

Con todo, no cabe duda de que el estilo suspicaz y pueblerino de Duhalde, además de sus notorias limitaciones conceptuales, ha resultado ser un factor determinante. De tratarse de un dirigente menos cuestionado por sus pares y por la sociedad, el presidente sería capaz de convocar a personalidades de más prestigio para servir en un gobierno de salvación nacional y no, como es el caso, a individuos que en épocas "normales" ni siquiera figurarían entre los candidatos a cumplir tareas importantes.

En vista de lo vertiginosa que está resultando la evolución de esta "crisis terminal", el hecho de que Duhalde sólo haya podido reclutar a mediocridades o, a lo sumo, a hombres y mujeres que en buena lógica desempeñarían cargos secundarios, es muy ominoso.

Ya no es sólo el gran embrollo económico, heredado y multiplicado por sus propias y contradictorias tentativas para repararlo, el que acosa al presidente de la República. Son también sus desaciertos en el campo político, que lo han llevado a perder uno tras otro los apoyos con que inauguró su período.

No se le podía pedir, ni se le pidió, que recompusiera en días una plaza financiera descompuesta por la errática administración anterior, pero sí al menos que no terminase de desquiciarla. Es, sin embargo, lo que ha acaecido.

Mal preparado para la conducción del Estado, no supo señalar un rumbo cierto a su presidencia. Tironeado entre consejeros de criterios diversos, amagó inclinarse ora a un lado, ora al opuesto, cuando no añadía a tal confusión sus propias viarazas.

A la inversa de su predecesor, Fernando de la Rúa, consumido por las vacilaciones, ha tratado de escapar a su desconcierto a los ponchazos, por reacciones repentistas, cuyo efecto está hoy a la vista: una peligrosa pérdida de confianza en la opinión pública y una erosión, que no para, de su caudal personal.

Esto se ha hecho evidente con sus ofrecimientos de ministerios a los gobernadores de provincias grandes y chicas. Ninguno los ha aceptado ni se ha avenido a cederle alguno de sus cercanos colaboradores. Así desairado por quienes antes, en la reunión de Olivos, la habían iniciado harto esquivos y la habían terminado dictándole las condiciones para seguir al frente del gobierno, el presidente acudió a los legisladores de su partido, en especial al grupo de su provincia, pero bajando ostensiblemente las pretensiones por una mayor aptitud y predicamento partidario.

La soledad y los vaivenes del dólar y los precios lo acechan. Es una situación de riesgo inminente, y un signo ominoso que Raúl Alfonsín, tan desacertado para la alta política como baqueano para los acomodos de la pequeña, le haya apartado el caballo.

Estaba previsto que la continuidad de su mandato no resistiría el definitivo despatarre de la economía o la exacerbación de los conflictos sociales. Ahora puede bastar con que proyectos de ley esenciales para el cumplimiento de tres o cuatro de los 14 puntos no merezcan aprobación legislativa.

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En el Congreso, legisladores radicales y justicialistas han demorado dos iniciativas del Poder Ejecutivo que son algo así como la vanguardia de los 14 puntos aprobados por el presidente y los gobernadores para acordar con el Fondo Monetario Internacional, "volver al mundo" y sacarnos de la profunda crisis por la que atravesamos:

• la primera, derogar la arbitraria figura penal de la subversión económica;

• la segunda, modificar la nueva ley de quiebras sancionada en enero para restablecer la legislación anterior, coincidente con las pautas internacionales en la materia.

Los legisladores resistentes arguyen que volver a la vieja ley de quiebras en defensa de los derechos de los acreedores, muchos de ellos internacionales, dañaría a los deudores nacionales.

La aprobación de los dos proyectos figura a la cabeza de las condiciones que le pide el Fondo a la Argentina para celebrar con ella el acuerdo que le reabriría las puertas del crédito internacional. Pero los legisladores temen que, si los votan sin resistencia, caiga sobre ellos la condena popular por ¨no haber defendido la dignidad nacional¨.

Plantarse frente al Fondo, ¿es lo que en realidad espera el pueblo argentino del Congreso? Si aquella actitud le fuera económicamente irrelevante, la aprobaría. ¿Quién no siente un primer impulso de simpatía ante aquellos que proponen romper con el Fondo, aislarnos del mundo y vivir con lo nuestro?

Se habla de un Plan B que consistiría en darles la espalda al crédito y el capital internacional. ¿No se advierte acaso que éste es precisamente el plan que estamos aplicando? La Argentina declaró el default , no recibe créditos ni del Fondo ni de ninguna de las instituciones públicas y privadas internacionales, casi no puede exportar ni importar por falta de financiación y mira en silencio cómo las empresas y los bancos extranjeros que residen en ella hacen las valijas. Si no es todo esto, ¿en qué consiste "vivir con lo nuestro"?

Mientras el Gobierno no acuerde con el Fondo, los argentinos seguiremos viviendo con lo nuestro. Miles de empresas cerradas y millones de nuevos pobres lo atestiguan.

Pero la confusión de ideas que se ha instalado entre nosotros es tan grande que aquellos que amenazan a los legisladores con la repulsa popular si "entregan" la dignidad nacional facilitando un acuerdo con el Fondo no advierten que la repulsa ya ha ocurrido, pero no en función de las leyes que los legisladores todavía no votaron, sino en función de la devastadora recesión que, habiéndose instalado entre nosotros durante la presidencia de De la Rúa, se ha agravado hasta lo indecible durante la presidencia de Duhalde.

¿Qué es lo que quieren entonces los argentinos?

¿Superar la depresión económica que los ahoga o estudiar con ánimo crítico las leyes cuya aprobación podría ser el primer paso para salir de ella?

 

¿Por qué necesitan vallas de protección y no pueden ir a ningún lugar público nuestros legisladores y políticos?

 

¿Porque podrían sancionar las leyes que pide el Fondo o porque, gracias a sus interminables vacilaciones, nos han dejado sin crédito, sin inversiones y sin empleos?

Cuando descalificó la demagogia como una deformación de la democracia, Aristóteles señaló que el demagogo se comporta en la plaza pública frente al pueblo como el adulador en la corte frente al rey. Ni uno ni otro le dicen al soberano, sea el pueblo o el rey, la verdad, sino lo que quiere escuchar.

Hay sin embargo alguien aún peor que el astuto demagogo de Aristóteles: el demagogo equivocado . El que, queriendo seducir al soberano, le dice lo que éste no quiere escuchar.

Lo que pasa es que nuestros políticos, encerrados como viven en sus reuniones partidarias y en sus definiciones ideológicas, creen que al pueblo le interesa sobre todo la naturaleza de los medios a los que acuda el Gobierno para reactivarlo.

Acordar con el Fondo no es un medio agradable para los argentinos. Pero, viviendo como viven en medio de una emergencia nunca vista, a los argentinos no les interesan sobremanera los medios, sino el fin que exigen a la acción gubernamental: cuanto antes, la reactivación. Si para lograrla el Gobierno apela a medios desagradables, como tolerar presiones del exterior que en los buenos tiempos nadie habría admitido, el pueblo los recibirá como el enfermo recibe una inyección. No le gusta el pinchazo, pero menos aún la enfermedad.

Los argentinos son menos ideológicos de lo que, confundidos por una ofensiva callejera y mediática, los políticos suponen. Encendidos discursos envueltos en nuestra bandera bastan para enardecer a algunos miles de fanáticos. Hacer lo que haya que hacer con tal de devolverles a los argentinos los empleos que han perdido recibiría, al contrario, la callada aprobación de millones.

¿Cambiarán nuestros políticos o seguirán burlados por aquellos que los están empujando al abismo para reemplazarlos oportunamente?

Si la actual escalada de violencia no se detiene, existe el riesgo de que desemboquemos en un proceso de descomposición social de imprevisibles consecuencias.

Los episodios de violencia e intolerancia que se registraron últimamente en nuestro país, cuyas imágenes fueron difundidas con amplitud por la televisión local y también por las distintas cadenas televisivas internacionales, deberían llevarnos a una profunda reflexión acerca de la gravedad de la situación por la que atravesamos los argentinos y de sus posibles consecuencias.

Por diversas razones, muchos sectores de nuestra sociedad se están enfrentando unos contra otros en una espiral de agresividad creciente que amenaza con desembocar en una confrontación incontrolable de todos contra todos.

Basta recordar las lamentables imágenes que mostraron despiadados saqueos a supermercados y comercios, no siempre en busca de alimentos.

Tampoco hubo justificación de ningún tipo para los actos de vandalismo cometidos contra automóviles, edificios públicos, locales comerciales o inmuebles pertenecientes a entidades financieras, ejecutados con la sola finalidad de causar daño.

Asimismo, no deben olvidarse las escenas protagonizadas por empleados bancarios que trataron de impedir el ingreso a los bancos de aquellos ciudadanos que, provistos de órdenes judiciales que hacían lugar a sus respectivos recursos de amparo, pretendían recuperar sus ahorros .

Menos explicable, por cierto, resulta la irresponsable decisión de la juventud de la Central de Trabajadores Argentinos (CTA) de realizar actos de violencia frente a los locales de la cadena de comidas rápidas Mc Donald`s.

Si esta escalada de violencia no se detiene, existe el riesgo de que desemboquemos en un proceso de descomposición social de imprevisibles consecuencias. Quienes adoptan esos comportamientos irracionales contribuyen únicamente a acrecentar los problemas que está padeciendo la sociedad argentina.

También resulta imprescindible combatir el estado de anomia que se ha hecho carne en la población, restableciendo la plena vigencia de la ley y poniendo fin a la inseguridad jurídica y a la impunidad reinantes.

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