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Señor Director:

"Frente a un nuevo 2 de abril y sumergidos en una de las peores crisis de nuestra querida Argentina, vuelvo a evocar a aquellos héroes que fueron a pelear por nuestra patria. Hoy más que nunca necesitamos de su ejemplo, de los que dieron sus vidas en las islas y de los que volvieron, pero viven olvidados en una sociedad que no los reconoce como héroes.

"Invito a una reflexión, ya que el problema de Malvinas no es ajeno a la crisis que vivimos hoy. Quisiera tomar la figura de nuestros compatriotas que, a pesar de que sabían que la guerra podía ser provocada por intereses políticos, fueron a defender lo que es nuestro. A pesar de los muchos errores de la clase dirigente de aquel entonces, nuestros héroes dejaron todo por un ideal mucho más alto, el amor a la patria.

"Otros murieron en una guerra que para muchos fue innecesaria, no lo creo. A veinte años de Malvinas, estamos frente a una crisis que nace del olvido y la poca memoria de los argentinos. Si somos una sociedad que no respeta a sus héroes, no es extraño que estemos donde estamos. ¿Cuántos nos reímos o tenemos vergüenza de entonar el Himno Nacional? ¿Es que sólo vamos a unirnos en los partidos de la selección de fútbol en el Mundial?

"Hoy, como hace veinte años, los argentinos necesitamos dejar a un lado los errores de los políticos, para «dar la vida» por la Argentina. No es fácil, pero hoy como en 1982, la Argentina necesita de los argentinos."

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Señor Director:

"Cuando Miriam Molero me llamó para pedirme una entrevista telefónica, decliné la propuesta diciéndole: «No, porque no quiero más tergiversaciones». Ella replicó, ofendida: «¡Pero yo soy una periodista seria!».

"Sin embargo, en La Nación del 1º del actual hizo exactamente eso: tergiversó. Yo nunca le dije «estoy quemado», por la simple razón de que para nada lo siento así. Lo que me siento es orgullosísimo de haber estado bajo las bombas británicas codo con codo con nuestros soldados durante 56 días, arriesgando la vida por una causa en la que creía y creo.

Y volvería a ir, a pesar de las prohibiciones, persecuciones, calumnias y demás actos de mala fe que sufrí. Cuyo más reciente ejemplo es la nota de Miriam Molero"

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LONDRES (Reuters) - Al final fue celebrada en Gran Bretaña como una victoria gloriosa, pero la guerra de 1982 con Argentina por las Islas Malvinas podría haber tenido un final muy diferente.

El almirante John "Sandy" Woodward, un comandante de alto rango de la marina durante la campaña de unos dos meses de hace 20 años, dijo que fueron muchas las dudas del gobierno británico antes de ir a la guerra en las islas del Atlántico Sur.

Argentina, que reclama desde hace más de un siglo las islas, llamadas Falklands por los británicos, las invadió el 2 de abril de 1982.

Una vez que sus barcos comenzaron a dirigirse hacia el sur, las fuerzas británicas pudieron haber perdido la batalla por varios factores, incluyendo las relaciones con Estados Unidos, modificaciones en el equipo, el momento y la suerte.

"Ganamos la Guerra de las Falklands con un grado de suerte", dijo Woodward, el comandante de uno de los grupos de tareas que tomó muchas de las decisiones clave que marcaron el rumbo de la guerra.

"La decisión de ir a la guerra estuvo a punto de no tomarse", dijo Woodward a Reuters en una entrevista, explicando que Henry Leach, principal autoridad naval británica en ese entonces, fue decisivo para influenciar a la primer ministra Margaret Thatcher para que enviara las tropas.

Pero la decisión final de intervenir en la contienda se tomó tras asegurarse el apoyo de Estados Unidos.

"Si los norteamericanos no hubieran estado de muestro lado no la hubiéramos ganado", dijo Woodward y agregó que "el Departamento de Estado era pro-argentino mientras que el Departamento de Defensa era pro-británico. Estaban divididos 50-50 sobre el camino que seguirían".

Washington ayudó a convertir la isla Ascensión Británica en un puesto de apoyo, suministró tanques de agua y se colocó definitivamente del lado de los ingleses cuando los abasteció de misiles durante la guerra.

Woodward dijo que los técnicos de las fuerzas armadas pusieron en marcha un sistema de radares que convirtió al Sea Harrier, un cazabombardero de despegue vertical, en un avión preparado para todas las condiciones climáticas sólo después de la invasión argentina.

Los argentinos, por su parte, cometieron errores que los condujeron a la derrota: ante el temor de ser atacados por misiles Sea Dart, volaron innecesariamente a baja altura sobre la flota británica que se encontraba en las proximidades de las Malvinas.

Eso llevó a que muchas de las bombas que lanzaron no estallaran debido a la posición de los detonadores, salvando vidas y barcos británicos.

"Si los detonadores hubieran funcionado, hubiéramos perdido tres veces más barcos", señaló Woodward.

Pese a las equivocaciones argentinas, las bajas de la Real Marina Británica fueron importantes durante el conflicto, que dejó un saldo de unos 1.000 muertos, un cuarto de los cuales eran británicos.

Woodward presenció otro hecho que podría haber empujado a la opinión pública internacional contra Gran Bretaña.

En su camino desde la isla de Ascensión hacia las Malvinas, a fines de abril, estuvo a punto de derribar un Boeing 707 sospechoso de espiar a la flota británica para los militares argentinos, que resultó ser un avión de pasajeros.

"Si esto hubiera sucedido en abril, todo se hubiera vuelto en nuestra contra, yo hubiera sido despedido y la indignación internacional hubiera sido terrible", explicó Woodward.

Tal vez el punto más difícil para la flota de Gran Bretaña fue el momento en que los argentinos se rindieron.

La campaña estaba empantanada: las tropas habían desembarcado pero estaban inmovilizadas en las playas, las pérdidas de Gran Bretaña estaban aumentando, cinco barcos habían sido hundidos y el abastecimiento se estaba agotando.

"Estábamos casi terminados", confesó Woodward. "Si ellos (los argentinos) hubieran sido capaces de sostenerse durante otra semana, la historia podría haber sido otra", destacó.

Woodward recordó haber enviado una señal a las fuerzas terrestres el 6 de junio diciéndoles que su grupo de batalla en el mar estaría totalmente exhausto para el 14 de junio, día que los argentinos se rindieron.

La batalla por Darwin y Goose Green a fines de mayo, donde perdieron la vida alrededor de 200 soldados argentinos y 17 británicos, fue crucial para el resultado de la Guerra de Malvinas.

Para resumir el conflicto, Woodward concluyó: "(La guerra) estuvo más peleada de lo que muchos quisieran creer".

Ensayistas como Manuel Mora y Araujo y Alejandro Rozichner han sugerido en LA NACION que la crisis argentina no se debe solamente a la deserción de los políticos sino también a males que anidan en lo profundo de nuestra sociedad. Estas reflexiones que apuntan, más que a algunos argentinos supuestamente diabólicos, a los argentinos en general, fueron resumidas por Alberto P. Heguy en una carta a LA NACION donde decía que "estamos como estamos porque somos como somos".

Este diagnóstico no busca la raíz de nuestros males en tal o en cual protagonista sino en nuestro carácter nacional. En la medida en que lo aceptemos no limitaremos nuestras críticas a los políticos, banqueros y ministros de la corte Suprema que hoy atraen nuestro enojo para salir en busca del mal que aqueja al conjunto de los argentinos en vez de continuar echándole la culpa a una lista renovable de chivos expiatorios.

La autocrítica de los argentinos podría transitar también otro sendero paralelo, indagando no sólo lo que somos, nuestro carácter nacional, sino lo que pensamos, nuestro ideario nacional. Seamos peores o mejores de carácter, quizá lo que nos pasa es que andamos perdidos, confundidos, intoxicados por ideas erróneas. Parafraseando a Heguy, podríamos decir entonces que "estamos como estamos porque pensamos como pensamos".

Los países exitosos de hoy, los que crecen y han eliminado o están eliminando la pobreza, son sin excepción democracias capitalistas. En el campo político, giran en torno de la voluntad del pueblo libremente expresada. En el campo económico, estimulan y canalizan las energías del mercado. Para avanzar hacia ambas metas, la condición previa es tener ideas claras y distintas acerca de qué cosa sean la democracia y el capitalismo. Estas ideas claras y distintas, ¿brillan entre nosotros?

Comencemos por la democracia. Nuestros políticos la han confundido con una de sus deformaciones: la partidocracia. En la democracia manda el demos, el pueblo. En la partidocracia, el mando es de los partidos que dicen representarlo. Pero, ayudados por un sistema electoral condicionado y por la inflación de los cargos públicos, los partidos han llegado a representarse sólo a sí mismos.

Cuando los ciudadanos van a votar sólo pueden escoger entre las listas sábana, cuya confección ha sido monopolizada previamente por los jefes partidarios. Es decir: votan, pero no eligen.

La única manera de salir de la partidocracia es el voto uninominal abierto a los candidatos independientes. En tal caso cada distrito, ya sea la Boca o Pehuajó, podrá elegir a un candidato al que sus ciudadanos conocen y aprecian, pertenezca a un partido o no. Sobre esta base de auténtica representatividad, se refundaría la democracia. Obligados a competir con los ciudadanos sobresalientes de cada distrito, hasta los partidos se renovarían.

Por otra parte, elegir de veras sería elegir a pocos representantes, para evitar la proliferación de cargos políticos y su inevitable secuela de "punteros", clientes y amigos que han vuelto insostenible el gasto público. Se desvanecería así la "clase política", esa enorme superestructura de privilegios y favores que hoy se interpone entre el pueblo y el poder.

Habiendo desesperado de obtener del sistema partidocrático la reforma política de la que siempre se habla pero nunca llega, grupos de ciudadanos se han lanzado a las calles para promover la democracia inorgánica de las protestas y las asambleas espontáneas. Deberán advertir sin embargo que las puebladas no son el pueblo. Cuando cientos de estudiantes interrumpen las sesiones de la asamblea universitaria de la UBA convocada para elegir al nuevo rector, gritan y golpean en nombre de la democracia. Aunque la voceen, no lo son.

La democracia es un sistema orgánico, formal, constitucional, para que el pueblo, todo el pueblo, pueda expresarse soberanamente. ¿Qué tenían que hacer dirigentes barriales en la asamblea de la UBA? La democracia que creían expresar era una pueblada tumultuosa que copiaba a los movimientos de masas de la Revolución Francesa y a los soviets o comités populares de la Revolución Rusa, que finalmente engendraron a Napoleón y a Stalin. No a la democracia, sino al Leviatán.

La democracia no es, por lo visto, ni la partidocracia ni las puebladas, esos excesos antagónicos a los que nos empujan dos ideas erróneas acerca de ella.

Por otra parte, ¿qué es el capitalismo? Durante la larga presidencia de Carlos Menem se difundió la idea de que él era el autor de un modelo económico capitalista al que terminó por llamársele "el modelo" y al que se presentó como el máximo culpable de nuestros males.

Eduardo Duhalde se sumó a esta crítica cuando, en 1999, ya candidato presidencial, dictaminó que "el modelo" se había agotado. Desde esta perspectiva, la presidencia de De la Rúa fue juzgada como una mera prolongación de "el modelo", el estadio final de su agonía. De aquí a sostener que el capitalismo, pese a triunfar en otras partes, fracasó entre nosotros no hay más que un paso.

El modelo de Menem, ¿era capitalista? Al principio, sí. Cuando derrotó a la inflación mediante el remedio heroico pero perecedero de la convertibilidad, cuando privatizó los ogros burocráticos de las empresas del Estado, cuando abrió la economía, cuando atrajo capitales, cuando logró un crecimiento sostenido del 6 por ciento anual entre 1991 y 1997, Menem impulsó un modelo inicialmente capitalista.

Pero el Menem terminal se había alejado decisivamente de ese modelo. Sus graves errores saltan, ahora, a la vista: no haber salido de la convertibilidad a tiempo, no haber instaurado un seguro de desempleo para atenuar el dolor de la transición hacia una economía competitiva, no haber ayudado a la industria nacional para que se adaptara a la competencia, no haber combatido la corrupción y no haber bloqueado el aumento fenomenal del gasto público improductivo con su secuela de insoportable endeudamiento.

Todo esto no era capitalista. Lo que fracasó en la Argentina no fue por ello el modelo capitalista sino su desvío.

También es necesario advertir que lo que tenemos ahora no es un modelo nuevo, superador, sino el puro y simple regreso al dirigismo que nos había caracterizado desde los años cuarenta hasta el estallido inflacionario de los años ochenta. Este otro modelo mediante el cual el Estado pretende reemplazar con reglas burocráticas incesantes y cambiantes la energía del mercado, el modelo que acompañó a la declinación económica argentina, es el que ahora vuelve. Contra su larga vigencia había militado brevemente el capitalismo inicial de Menem, hasta que se perdió a sí mismo. Con esta breve excepción, la Argentina del último medio siglo no ha sido capitalista, sino dirigista.

Si las ideas que triunfan entre nosotros son que la democracia es la partidocracia o las puebladas y que el modelo capitalista es el del Menem terminal y no el del Menem inicial, si aún creemos que el dirigismo encierra alguna promesa de desarrollo y de bienestar, mientras pensemos como pensamos estaremos como estamos.

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